¿Estamos volviendo a los años 50?


El despegue de la industria automovilística en España se inició en los años 50 del siglo pasado. En 1957 apareció el Seat 600, vehículo emblemático en la historia automovilística de nuestro país, símbolo de su motorización. A pesar de ser un vehículo más económico que lo disponible en el mercado hasta entonces, su adquisición suponía un fuerte desembolso para las familias de la clase media, las únicas que realmente se beneficiaron de la comercialización de este producto.

Seat 600 descapotable | Imagen: Seat prensa

Por debajo de este coche, realmente pequeño y extraordinariamente caro para los estándares actuales, florecían otras opciones de movilidad a menor coste: los microcoches, las motos y las bicicletas y, naturalmente, el transporte público (tranvías, autobuses, metropolitanos, taxis y trenes). Sin duda en este decenio se hacían muchos más recorridos a pie por unas ciudades menos extensas que las actuales. 

La bajada de los precios de los vehículos fomentada por la fabricación en masa y el consiguiente ahorro de costes asociado, junto con la mejora en el nivel de vida de la población, cimentó una explosión del parque automovilístico. El automóvil era un objeto aspiracional que prometía libertad a su poseedor. Incluso aquel sencillo 600, de lo más básico disponible en el mercado, tenía una enorme polivalencia, pues podía transportar a la familia a la playa o a la montaña en vacaciones, al centro comercial para hacer la compra o al centro de la ciudad para ir a la oficina. Un producto válido para todo, que en pocos años transformó la fisonomía de las ciudades para convertirse en el protagonista de su urbanismo. Este vehículo privado, ligero, con motor de explosión y cuatro ruedas se convirtió en el estándar de movilidad.

La tendencia se está revirtiendo y el vehículo es ahora expulsado de las ciudades empezando por sus centros, conlas conocidas limitaciones a la circulación a criterio de una etiqueta adherida al parabrisas. Primero fueron los carriles para los autobuses y taxis, luego los carriles bici, en seguida las zonas peatonales e inmediatamente después las modernas zonas de bajas emisiones. Los coches nuevos autorizados a circular por estos centros son caros. Todo parece que contribuye a lo mismo: a desanimar la posesión de un vehículo, al menos en estos entornos.

Los que no alcanzan para disfrutar de su posesión tienen los mismos medios que en los años 50, solo que ahora su fuente de potencia es eléctrica: tranvías, trenes, taxis, autobuses y bicicletas, además de los patinetes. El centro de la gran ciudad se transforma en un territorio hostil al automóvil.

En unos pocos años, la motorización del vehículo ligero privado más común será la eléctrica, obteniendo su energía de una batería. Esta solución es acertada en medios urbanos y suburbanos, donde las velocidades no son muy altas y las distancias no muy largas. Seguramente también en medios rurales por las mismas razones. Pero su idoneidad cuando de desplazamientos por carretera se trata está por confirmar.

En definitiva, la polivalencia del vehículo eléctrico no es la misma que la del vehículo ligero movido con motor de explosión. Por esto quizás se habla ahora de movilidad más que de automóvil, porque para suplir esta menor polivalencia se dispone, gracias a las telecomunicaciones, de un abanico quizás no más amplio de soluciones que las presentes en los años 50 citados más arriba, aunque ahora sin tubo de escape.

¿Podrá el automóvil privado mantener su promesa de libertad en el futuro?

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